Columna publicada en diario La Tercera. 2 de septiembre 2023
“Somos cinco mil aquí. / En esta pequeña parte de la ciudad. / Somos cinco mil. ¿Cuántos somos en total en las ciudades y en todo el país?”
Las palabras, garabateadas en una libreta, son parte del último poema que escribió Víctor Jara, en el Estadio Chile. El abogado Boris Navia lo llevó consigo al ser trasladado al Estadio Nacional, donde hizo dos copias en cajetillas de cigarrillos Hilton, para dos presos que iban a salir en libertad. Fue descubierto y pagó con torturas su atrevimiento. Pero una de las cajetillas, llevada por un médico, superó los controles, y las últimas palabras del artista vieron la luz.
Cuando eso ocurrió, Víctor Jara ya había sido golpeado, quemado, torturado y asesinado de 44 balazos. Su cuerpo fue arrojado a unos matorrales y llevado como NN a la morgue. Una funcionaria lo identificó, permitiendo que su viuda, Joan Jara, le diera sepultura.
Ni siquiera en la más extrema de las circunstancias, sometido a una violencia brutal y a una muerte inminente, Víctor Jara dejó de crear. Y tampoco dejó de empatizar, como lo hizo toda su vida, con quienes sufrían. Encerrado en esa calabozo de espanto, pensaba en otros; en cuántos de sus compatriotas compartían su destino.
Eran, efectivamente, muchos miles más. Al menos 40.175 chilenos y chilenas fueron víctimas de prisión política y tortura; 1.162 de los cuerpos asesinados siguen sin aparecer.
Esta semana, después de 50 años, al fin se ha hecho justicia. Medio siglo tuvo que pasar para que los verdugos de Jara fueran condenados, en un fallo de la Corte Suprema que ratificó las penas de 25 años de cárcel por los secuestros y homicidios del artista y de su compañero de martirio, el abogado Littré Quiroga, asesinado de 23 balazos.
Medio siglo.
Medio siglo de una impunidad espesa, infranqueable, en que una dictadura todopoderosa y sus medios de comunicación serviles negaban las muertes, escenificaban falsos enfrentamientos, inventaban “purgas” entre grupos izquierdistas, o atribuían el horror a delitos comunes o a una imaginaria “guerra”.
¿Qué guerra, entre un artista que no tenía más que su voz y su guitarra, y la maquinaria de muerte de un Estado convertido en una banda de terroristas dedicados a asesinar a sus propios compatriotas?
En 1978, Joan Jara presentó la primera querella criminal. Fue un gesto simbólico, en una era de jueces rastreros o aterrorizados. Recién en 1999 el caso comenzó a avanzar. El abogado Nelson Caucoto partió de cero, tratando de reconstruir la estructura de mando del Estadio Chile. Aun en democracia, las instituciones armadas siguieron fieles al pacto de silencio. “Le preguntamos al Ejército, la Fuerza Aérea, la Armada, a Carabineros, a la Policía de Investigaciones y nadie sabía. Era manifiesto el interés de que no se investigara”, declaró Caucoto.
Su meticuloso trabajo permitió hacer justicia para Jara y Quiroga, y también desenredar la madeja de silencio sobre los horrores del Estadio Chile. Es la historia de tantos familiares de víctimas, que no solo han debido enfrentar el dolor y la impunidad, sino también la desidia o derechamente el boicot de instituciones estatales. Esas que en estas décadas se han puesto del lado de los victimarios, ocultando evidencia y entorpeciendo la búsqueda de verdad y justicia.
Mientras despunta septiembre, vemos a parlamentarios reivindicando un acuerdo ilegal de agosto del 73, minimizando la cifra de muertos, o incluso negando los crímenes sexuales en dictadura. Son minucias, provocaciones baratas que se llevará el viento del tiempo.
La justicia para Víctor Jara, en cambio, quedará en los libros. Tal como otro hecho relevante, el lanzamiento del Plan Nacional de Búsqueda de los detenidos desaparecidos. Como explicó el ministro de Justicia, “son los funcionarios del Estado, es el Estado, son sus medios, los que cometieron esos crímenes. Es razonable, entonces, que sea el Estado el que esté a cargo de la búsqueda y la reparación”.
¿Unidad? Sí, y el fallo sobre Víctor Jara y la búsqueda de los desaparecidos muestran el camino para lograrla. Con justicia, no con impunidad. Con verdad, no con mentiras. Con un país que no barre el horror bajo la alfombra, sino que mira de frente su pasado, para sanarlo en un futuro compartido.
De entre todas las noticias del mundo ese día, el Plan de Búsqueda fue el titular principal de la portada del New York Times. Pero en Chile pasó como un hecho más. Las frases incendiarias del día a día no nos dejan ver el bosque, el gran arco de una historia que en algunos casos comienza al fin a cerrarse; en otros, sigue siendo una herida supurante, después de medio siglo de muerte y encubrimiento.
Raúl Jofré González, Edwin Dimter Bianchi, Nelson Haase Mazzei, Ernesto Bethke Wulf, Juan Jara Quintana y Hernán Chacón Soto son los asesinos condenados. Durante medio siglo, estos criminales gozaron de impunidad y privilegios: ascensos en su carrera militar, sueldo fiscal, honores y medallas, y una cómoda jubilación pagada por todos los chilenos. Dimter, sindicado como el cruel “Príncipe” del Estadio Chile, hasta tuvo el descaro de cobrar una pensión como exonerado político.
Tuvieron medio siglo para arrepentirse, para confesar, para ayudar a esclarecer la verdad. Para reparar parte del dolor que causaron. En cambio, eligieron vivir toda su vida como cobardes. Pero ya no más. La justicia, aunque tardía, crepuscular, al fin los alcanzó.
Uno de los asesinos, Chacón, decidió suicidarse al ser arrestado para cumplir su pena. El Presidente Gabriel Boric habló de quienes “mueren de manera cobarde para no enfrentar a la justicia”. Pero el suicidio, aun del más despreciable de los criminales, es una decisión íntima, que no corresponde calificar.
Chacón fue un cobarde, sí. Pero no por cómo murió, sino por cómo vivió y cómo mató. Por cómo abusó de un hombre indefenso, armado apenas de una libreta y un lápiz con los cuales registró sus últimas palabras.
“Canto, qué mal me sales / cuando tengo que cantar espanto. / Espanto como el que vivo, como el que muero, espanto”.
Las palabras de Jara y su nombre son inmortales. Los de sus asesinos, apenas un pie de página en la historia del espanto.